martes, 18 de octubre de 2016

Y las olas trajeron los cuerpos que sonreían

Le llamaban la “Playa de los ahogados” porque cada día aparecía algún cadáver flotando con las extremidades atadas con soga de pitera, muchos de los sacos de plátanos repletos de piedras aguantaban la potencia de las corrientes y las olas gigantes de La Laja.


Venían con la madrugada, parecían elegir el amanecer para aparecer con los brazos en cruz flotando. Los pescadores de San Cristóbal los veían y se alejaban con sus barcas pesqueras, nadie quería que los mezclaran con los asesinados, sabían que desde la orilla había cientos de ojos, los falangistas que observaban cualquier mirada de indignación, de tristeza, de alegría, un simple gesto podía significar una condena de muerte.


Carlos Ferreras el cartero de Arenales estaba muerto aquel lunes tres de junio de del 37, parecía estar vivo boca arriba en la arena y los callaos, tenía los ojos abiertos y daba la impresión que miraba a todos los que evitaban su mirada, su piel morena de recorrer las calles de Las Palmas se aparecía ahora blanca como la cal, era un fantasma más que no había resistido estar en el fondo marino, se alzó entre las aguas frías del Atlántico, no quiso quedarse con los miles de asesinados por el franquismo, de alguna forma el azar y la magia le hizo salir a la superficie, recorrer el barrio marinero, pasar cerca de la vieja ermita de donde salían de rezar el Rosario las mujeres vestidas de negro, las familias de los falanges y requetés, algunos policías y militares que observaban asombrados los cuerpos, la cara de Carlitos “El Majorero” entre la espuma, el joven anarquista que traía las noticias siempre con una sonrisa en la boca, uno más de los cientos de mujeres y hombres arrojados por la Marfea.


A media mañana llegaba siempre un camión propiedad de los caciques agrícolas, los Betancores, los Vega Grande, los Bonny, los Ascanio, el tabaquero Eufemiano Fuentes o cualquier otro de los que colaboraban activamente en la criminal represión fascista en la isla de Gran Canaria.


Sus empleados recogían los cuerpos, los envolvían en sacos de guano y se los llevaban a un destino desconocido, seguramente a la fosa de La Noria en Bocabarranco, a la Sima de Jinámar, a los pozos de la finca del Maipez, a cualquier lugar donde desaparecerlos decepcionados por no funcionarles el tirarlos al mar, meterlos en sacos, amarrarlos de pies y manos, meterles piedras dentro, atarles bloques de hierro a las piernas para que se hundieran y no salieran jamás a la superficie.


Pero los cuerpos salían, cada mañana aparecían como rebeldes insurgentes, guerrilleros muertos sí, pero vivos en la dignidad de un pueblo masacrado, flotaban, miraban el fondo marino o el cielo azul, resistían, sonreían, no habían podido matarlos del todo, era imposible, era como tratar de tapar el cielo infinito en las noches estrelladas, secuestrar los alisios, el viento perfumado que inundaba las islas de nubes y sueños de libertad.


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Esculturas submarinas (Cancún-México) de Jason de Caires Taylor

Publicado por Francisco González Tejera

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